En Roma no había bomberos públicos, había algo de no creer: un millonario que apagaba incendios solo si antes le vendían la propiedad en llamas. Era Marco Licinio Craso, el hombre más rico y despiadado de Roma, el primer «bombero» de la historia romana.
A Craso no le movía la caridad, le movía el dinero, y entendió que, si Roma ardía con frecuencia, eso podía ser un gran negocio. Y así nació la idea más cruel del Imperio: especular con fuego.
En el siglo I antes de nuestra era, los incendios eran comunes en Roma. Las casas eran de madera, las calles estrechas y no había servicio público de bomberos. Solo había caos, humo y llamas cada pocas semanas.
Fue entonces cuando Craso decidió formar su propio cuerpo de bomberos privados. Pero no acudían a salvar, sino a negociar, ya que no movían un dedo hasta que el dueño aceptaba vender el inmueble.
Aprovechando la desesperación, compraba casas en llamas a precios ridículos. Si aceptaban, apagaba el fuego, pero si no, las dejaba arder hasta los cimientos. Y después, compraba el terreno aún más barato
Gracias a eso, acumuló una fortuna sin precedentes, propiedades enteras de Roma pasaron a su nombre tras un incendio. Cuanto más se quemaba la ciudad, más rico se hacía él.
Pero Craso no era tan solo un especulador inmobiliario, también fue político, militar, y parte del Primer Triunvirato junto a Julio César y Pompeyo, pero lo que más dominaba era el arte de lucrarse con la tragedia ajena.
Irónicamente, su muerte fue tan desastrosa como su ambición, ya que murió en la batalla de Carras, intentando invadir Partia. La leyenda cuenta que los partos le vertieron oro fundido en la boca para burlarse de su codicia.
Hoy lo recordamos por eso, por haber creado el primer cuerpo de bomberos de la historia, pero no para salvar, sino para comprar barato.
La historia de Craso viene acompañada de una advertencia eterna: cuando no hay reglas, el poder económico lo convierte todo en mercancía. Incluso las llamas.